Dicen que los muertos tienen carreteras, autopistas; cruces gastados por los que se filtran las
pesadillas. No estoy de acuerdo: lo que se filtra sobre todo es basura. Quizás no sean
carreteras, después de todo, sino cañerías.
Nadie tenía muy claro qué hacía la ”columna” allí en medio, ni a santo de qué le habían
construido algo encima, pero cuando tiraron el hotel abajo para construirle un hotel encima,
la ”columna” acabó con una grieta grande como un pomelo. No, el centro de Londres no ha
sido lo mismo desde entonces.
Sin que nadie supiera cómo ni con qué taponar aquello, como si le diera por ponerse a
vomitar babosas, el agujero empezó a partir de ese día a devolver todas las cosas que habían
desaparecido de la memoria del mundo: esqueletos sin dueño y soldados muertos, de las
Ardenas y también Salamina. Y morralla oxidada, y cajones rotos, y cascotes, y despojos. Y
un montón de mierda, claro. Mierda y mierda hasta donde alcanzaba la vista. Y también
ballenas, y botellas con y sin etiqueta, y chatarra que no querrían ni en los lupanares de
Babilonia. En lo que a listas se refiere, aquella era de las largas. Oro y similares, eso sí, la
cañería nos vomitó más bien poco.
Y así, empujados por el avance irreductible de las bostas y los escombros, extendido ya desde
Charing Cross hasta Camden, un éxodo constante evacuó de vecinos la zona, sus puestos
ocupados por gaviotas y alimañas, por gente rara y extraña coleccionando guarradas. Los
alquileres se desplomaron, faltaría más, y allí ya no había quien te alquilara ni medio piso.
Fue la debacle, la catástrofe inmobiliaria de nuestro siglo.
No, el centro de Londres no ha sido lo mismo desde entonces, qué duda cabe.